lunes, 18 de diciembre de 2017

REALIDAD

Retomo mis entradas sobre el colegio Cristo Rey, una pérdida desafortunada me ha mantenido varado todos estos días, ahora, felizmente, la carta, pues de eso se trataba, de una carta, ha aparecido y con la ilusión del hallazgo reanudo mis recuerdos.

Esa es mi imagen cuando marcho al colegio,
allá por el año 1965, cumplidos los diez años
Nos quedamos con el esplendor de todo lo nuevo y lo maravilloso que resultaba ante mis sentidos, pero no nos engañemos, rápidamente se abrió paso la cruda realidad.
Los momentos de ilusión, de alegrías fáciles van desapareciendo, las aleluyas se acaban y sin aviso previo empiezo a comprobar que a pesar de vivir rodeado de tanta gente me encuentro solo, que soy muy pequeño y me hallo en una situación que no domino, un corderito en tierra de lobos.
Nunca me han gustado los motes, los apodos y, siempre he procurado no utilizarlos. Mi madre me había hecho una chaqueta de lana de un verde muy vivo. No recuerdo quién, tampoco adelantaría nada si lo recordase, el caso es que ese alguien empezó a decirme “lechuguita” y con ese mote me quedé.
Yo me sentía ofendido, humillado, cabreado, pillando enormes berrinches, con lo que más me lo decían. Mi rabia era por no ser lo suficientemente fuerte, atrevido y grande para darle un porrazo y romperle la crisma al que me lo dijera pues, si alguna vez me lanzaba contra alguno, lo único que sacaba era algún trompazo de propina, ya que nunca he sido gran luchador. Así a pesar de que por dentro me ardía todo el cuerpo solo me quedaba llorar y aguantar.
También descubro que las costumbres de Topares no son las mismas que aquí. En el pueblo cuando llegaba el 2 de noviembre todos íbamos al cementerio y los niños nos dedicábamos a correr por entre las tumbas y a tratar de leer los nombres de aquellas más antiguas. En el instituto resulta   que no es fiesta y tenemos que ir a clase, en esos momentos me resultaron muy tontos los del colegio y solo pensaba lo bien que se lo estarían pasando en Topares sin clase. Además, me aburría bastante en la mayoría de ellas.
¡Ah!, cuantas penas, aunque nada he dicho, aún, de la más grande, las comidas, horribles. Mi madre es una gran cocinera, de pequeños también tozuda, pues se empeñaba en que nos comiésemos todo, aunque no nos gustara nada. Entonces lo pasábamos mal, aunque disimuladamente era benevolente pues procuraba hacer las menos veces posibles esas comidas odiosas.
Ahora me enfrentaba a comidas nunca vistas, sabores, si se podían llamar sabores, nunca conocidos y algo muy importante para un niño, que no entraban por los ojos ni con gafas de aumento.
Así pasé bastantes días sin comer, menos mal que yo tenía un ángel particular, mi tía Eloína. Cuando regresaba del instituto al colegio, por las tardes, pasaba por su casa en la escalinata y, nada más verme, sabía ya mi estado nutritivo. Siempre tenía algo para ofrecerme, nunca podré olvidar tantos detalles que tuvo conmigo.
Como prueba de veracidad concluyente de lo que digo aporto una carta escrita a mi abuela María en esos días:



Las dos caras de la carta que con tanta sinceridad y ganas mando a mi abuela a finales de noviembre,
cuando no llegaba ni a dos meses que estaba en el colegio



                                                                      Vélez Rubio 30-11.65
            Querida abuelita: […] Creo que ya estará el Daniel con las bestias labrando y sembrando, ya habrán matado, y mi mamá también, esta vez no voy a comer chicharros ni patatas con los chicharros pero luego en la pascua o en la navidad mejor dicho, sí me comeré las costillas esas que a mí tanto me gustan, y las tajadas de lomo, y cosas de esas, y también los muslos del pavo y la sangre que está tan buena, frita en la sartén y los muslos en la lata encima del fuego, tampoco cataré esas migas con las tajadas de tocino y esas de hígado blandas ni el arroz con costillas ni nada de eso, tan buenos que están pero cuando vaya en la navidad alguno de eso pillaré y toda la matanza, los chorizos, la morcilla, los envueltos. (Abuelita) Te pido perdón por no haberte escrito…”


Ahí quedan las indiscutibles palabras de un niño de 10 años.

lunes, 6 de noviembre de 2017

PRIMEROS DÍAS (2)

Cuando empiezo a escribir es difícil parar, por eso la necesidad de partir las entradas.
Emilio Flores Gea, desde Murcia, nos decía, uno de estos días que la feria de Vélez Rubio de octubre era del 10 al 14, precisamente los días que nos incorporábamos al colegio. En aquellos años, nunca era antes de octubre. Fueron días en los que mi asombro no podía alcanzar niveles más altos. Los ojos de un niño pueblerino se querían salir de sus órbitas pues no podían descifrar tantas imágenes ni momentos.

Los coches de choque, “los cochecicos”, antes nunca vistos ni imaginados. En mi ayuda acudió mi padre, como iba con camiones, esos primeros días, pasaba siempre a verme, imagino que la madre le encargaría pasar a ver al niño, a ver si necesita algo, a ver si está bien, ¿le gustan las comidas?, le daría toda una serie de encargos para su hijo pequeño. El caso es que mis tres duros estaban en manos del cura y yo tuve dinero para disfrutar de la feria.

Crecía un deseo ardiente de montarme en ellos, alternándose con el miedo intenso de que me pasara algo en los choques, que volcase, yo que sé, he sido demasiado miedoso en las aventuras. El primer paso fue solo mirar embobado, observar a esos bichos diabólicos que daban vueltas y vueltas. Parecía que todo giraba con un orden caótico, chocando de tanto en tanto los vehículos sin que aparentemente pasara nada. La contemplación duró horas, al menos un día. Por la noche llenándome de valor me prometí que al día siguiente pasaría a la acción. Alrededor de la pista estaban vigilantes los entendidos de siempre, los caras, hábilmente te liaban para que tú pagaras y montarse contigo. A la segunda vuelta, aunque  habías sido el pagador, se apoderaban del auto y pasabas a ser mero espectador de su manejo. Claro, aprendí la lección y poco a poco me lancé a conducir yo solo y, tratando de esquivar a los demás, buscando siempre los espacios solitarios, fui disfrutando de ese nuevo capricho. Acabé, por la noche, soñando con volver al día siguiente con mis cinco duros para seis viajes.
En la plaza de la churrería, una atracción que giraba y giraba,  iba sentado en unos asientos circulares, para un grupo, del techo colgaba una pera de boxeo que debía golpear al paso, los caballitos o tio vivo. Todo era novedad, todo era experimentación, de los estudios aún no me había enterado de nada, no tenía tiempo.
Soñador, inquieto, observador, titiritero, iluso, admirador de lo último, con todos esos adjetivos, ya podéis imaginar que en esos días no había ni un momento de descanso, De día ocupado en descubrir todo lo que se me iba ofreciendo al paso, de noche soñando nuevos descubrimientos y tratando de imaginar lo que me esperaba después de despertar.
Había niños que lloraban la añoranza de sus padres, de sus casas. Yo no tenía tiempo ni ganas, era tanto lo que se me presentaba de nuevo que solo había lugar para la sorpresa y la ilusión.
Por las tardes en el instituto, antes de regresar al colegio, teníamos estudio, hora y media o dos horas, no recuerdo exactamente.
Allí me encuentro yo haciendo las tareas, nunca he hecho de más, pero aquellos días menos, recién empezados aún no habíamos cogido carrerilla, en diez minutos terminaba, porque lo que se dice estudiar, nada de nada.
Necesitaba todo el tiempo para pensar, para soñar despierto, para saborear todo lo que me pasaba aquellos días y hacer quimeras para los siguientes, aunque luego ninguna se cumpliera, pero era igual, a la noche siguiente volvería a fantasear con nuevos días llenos de maravillas.
Había guardado todo, libros, libretas, bolígrafos… todo. Estaba con las manos y la cara apoyados en la cartera, los ojos medio cerrados, nada difícil en mí, muchos me decían “japonesito” y, ¡ale!, a divagar.
En esto aparece el director por la puerta, con cara muy seria me dice:
-Alfonsito es que te crees que porque aquí no está la mamá nadie te vigila. Saca los libros y ponte a estudiar.

Se rompió todo el encanto, era el más pequeño y me trataban como tal, siempre he sido el más pequeño por donde he llegado. Aquel día aprendí a disimular con el libro y la libreta abiertos.

domingo, 29 de octubre de 2017

PRIMEROS DÍAS (1)

Pasado el tiempo, aquel lunes primero, para cada uno de nosotros, los nuevos, fue un despertar distinto. Para empezar, hacerlo al sonido de la música o el silbato, nunca con la delicadeza de la madre.
Descubres que has compartido la noche con muchos semejantes, abrir los ojos y encontrarte a otros que te miran, las palabras iniciales dirigidas o que te dirigen, agradables o cariñosas, si no vienen de aquellos que, siempre están por hacer la puñeta. Tu desnudez y la ajena, compartir el momento de llevar a cabo las necesidades fisiológicas, las colas para el aseo, las bromas groseras de los graciosos de turno...
Yo que siempre he tenido tendencia a la independencia y la soledad deseada, que nunca he llevado bien que las demás personas me agobien, en esos primeros días, a veces, la multitud me oprime y me desborda, siendo lo más acuciante aprender a competir. No tanto en el sentido de competición, de ser mejor que otro, más bien en la costumbre de contar solo tú. Ahora ya no eres el único, tú prioridad acaba donde empieza la de los otros, tienes que guardad un orden hasta que te corresponda, en la comida no tienes por qué ser el primero, ni a la hora de lavarte, lo que necesites puede estar siendo utilizado por otro, en resumidas cuentas, tienes que compartir muchas cosas que no estás acostumbrado, ya no eres el centro.
El instituto José Marín, al fondo el Maimón, referente y guardián de Vélesz Rubio
Dentro de mi aparente cachaza escondo una intranquilidad nerviosa. No puedo llegar con el tiempo justo, cuando tiene que pasar algún acontecimiento no soporto la espera. Siento la presión del miedo a llegar tarde, que no me dé tiempo a lavarme, que sea el último, perderme, a que no me guste la comida, son días de una tensión constante en los   que no tengo un momento de relajación.
Por otra parte, soy novedoso, disfruto con cada experiencia nueva. En mis años de maestro ha sido una delicia cada vez que he tenido que cambiar de pueblo o colegio, aunque después haya sido un desastre, pero el primer momento siempre lo he disfrutado. Hablo del año 1965, prácticamente no he salido de Topares, nunca solo, ahora se me presentan delante de mí toda una serie de experiencias novedosas.
Algo tan sencillo como un cartucho de pipas, se podrían tratar de las primeras que comiera, los churros y las patatas chips de la churrería de Bernardo, el ir y venir solo del instituto al colegio y viceversa,  vestirme solo,  ponerme lo que yo quisiera; no lo que me dejara en la silla la madre, un simple polo de helado, conocía el “chambi”, habituado a la singularidad de las caras en Topares; verme rodeado de la pluralidad de las mismas en el colegio y no siempre conocidas, los veteranos, tener que lidiar con ellos, había agradables que te ayudaban, pero otros  se reían de ti y probaban a hacerte la puñeta. Las comidas, ¡ay las comidas! Recuerdo perfectamente la primera vez que pusieron arroz a la cubana. Era para cenar, yo me sentaba al hilo con el director, más de una vez me decía, desde su mesa:
          -Alfonsito hay que comérselo todo.
A veces con un poco de humor, pero otras con cara muy seria. Ante mí una montaña de fuego, de un rojo que lo cubría todo y que yo ignoraba que había dentro, estábamos mano a mano, el arroz y yo. Miraba a la mesa de los curas, miraba la montaña misteriosa, me miraba a mí y no sabía cómo salir de aquella amenaza, ¡vete a saber tú que había debajo de aquella pátina roja!
Un torno de convento, Su obscuridad profunda  representaba lo tétrico del convento.
Me decido a atacarle con el tenedor, llenándome de valor procede a la acción, entonces descubro que dentro hay un arroz blanco, ¡blanco!, ¿cuándo el arroz ha sido blanco? Amarillo de toda la vida. Ya era el colmo, tampoco adivinaba que era aquel rojo intenso. Lo pasé fatal, solo recuerdo la angustia, no sé si tuve que probar alguna cucharada, solo que en algún momento me deshice de aquel tormento.
Los primeros días se veía de todo. Unos hermanos que cada dos por tres te los encontrabas llorando. Por la noche, en la mitad de la misma, alguien llamaba a su madre. Más de uno, sin poder aguantar la tensión mojaba la cama. Eran días que se veía en las caras mucha tristeza.
Mi estado era de ensimismamiento, admirado de todo lo que se presentaba a lo largo del día, no tenía tiempo de pararme ni de asimilarlo todo.
Lo único que me amargaba eran las comidas, eran horribles. Ese primer año fue horroroso. La hacían las monjas, nos llegaba a través de un torno que había en la pared de la izquierda. El crujir del mismo y ese aire tenebroso ya te predisponían a rechazarla, Muchas comidas nuevas para mí, nuevos productos que en Topares no se veían, mal cocinados, huevos fritos que parecían tortillas, café con leche que sabía a agua sucia, pan duro, de un día para el otro, chocolate que parecía más tierra que otra cosa, macarrones que se hacían una bola en la boca que no se podía tragar…
Podría seguir enumerando, los años siguientes, sin ser para tirar cohetes, la cuestión mejoró mucho. El personal de la cocina ya era, digamos civil, con una cocinera de Tíjola y una encargada general, Anica, de la que tendremos que hablar en alguna ocasión.

Cuando empiezas a escribir es difícil parar, por eso la necesidad de partir las entradas.

domingo, 22 de octubre de 2017

Mi primer día en el Cristo Rey

Los maestros y maestras de nuestros pueblos, en muchas ocasiones, fueron los que nos pusieron a estudiar a muchos de nosotros. Aún no había cumplido los diez años y mi maestro, Don Daniel, se empeñó en que me presentara a beca, como se decía entonces. Mi padre no estaba convencido, le parecía que era muy pequeño y que no me podría manejar solo, en el colegio.
Por suerte al final ganó el maestro y a eso de finales de mayo o principios de junio voy a Vélez Rubio a examinarme para beca, que servía, a la vez, de ingreso y para costear el colegio. Admirador natural de las situaciones nuevas, para mí constituyó un acontecimiento extraordinario. Habituado a la singularidad de Topares, verme allí sentado en una mesa, en un pasillo que me parecía infinito, serias personas mayores paseando por entre nosotros para que nadie copiara, a todo eso no sabía ni que era copiar, puede que se tratara del primer examen que hacía y, además, rodeado de montones y montones de niños como yo, únicamente se parecía al pueblo en que exclusivamente había niños.
Recién cumplidos los diez años el maestro me dice que he aprobado, desde ese momento estaba desando de que llegara el día de marcharme a Vélez Rubio. Creo que la beca eran 10.000 pesetas y el colegio costaba sobre 9.000, para mí lo importante es que me iba fuera y ¡solo!, ese cierto sentido de independencia siempre me ha acompañado en la vida.
Un domingo de principios de octubre fue el día ansiado, nos bajamos por la tarde para encontrarnos con una vorágine de niños y familias, los nuevos con las mismas caras o incluso más asustada que la mía, los grandes sin mirarnos ni siquiera, los más cercanos a nosotros que se consideraban veteranos, desafiantes, como diciendo: ¡Qué pequeños! ¡La que os espera!
El internado se encontraba detrás de las monjas, en un camino de tierra hacia la huerta, al empezar la calle que te llevaba al cuartel y al Cabecico, en la esquina había una especie de taberna, en la misma esquina de la calle con el camino una fuente en la que, muchas mañanas de invierno, teníamos que ir a lavarnos la cara porque en el colegio no había agua. Todo era observable, para dónde mirara se me presentaba algo nuevo y sobre todo nuevas caras. Los novatos quedaban reflejados a la distancia, llegábamos rodeados de toda la familia, en algunos casos hasta abuelos y tíos.
Entrábamos en un recibidor, que después adquiriría sentido, pues era donde aguardábamos hasta que se podía entrar al comedor. A la izquierda estaba el del Superior y las escaleras a los dormitorios. A la derecha el comedor, salón de estudios, sala de la televisión, todo era el mismo lugar, digo el del Elemental. Al entrar al mismo estábamos los de primero y la mesa de los sacerdotes, bajando un escalón, la sala grande, donde se sentaban por orden desde quinto hasta los de segundo al final.
Arriba el dormitorio, largo, nuevamente grandes extensiones estando hecho a lo inmediato del pueblo. Literas que solo conocía de oídas, de los soldados en la mili. Menos mal que me tocó abajo y me acudió la sensación de que a partir de ese momento tendría que dormir rodeado de otros niños. En la mitad a la izquierda de la sala, una habitación almacén donde se guardaban las maletas. Al fondo, también a la izquierda, los lavabos, escasos para tanta gente.
Después de un par de horas allí ya estaba medio mareado, cruzarme con mucha gente desconocida, padres y madres, alumnos, futuros compañeros, presentarme a los curas, a todo esto, era el más pequeño de todo el colegio. La primera vez que el maestro le habló a mi padre de presentarme a beca, la respuesta fue que era muy pequeño: “¡Si todavía no sabe vestirse solo!” Bastante años después, ya maestro actuante, el mismo maestro le contaba la anécdota a una compañera de la carrera, a lo que ella le respondió: “Pero es que ha aprendido ya”.


Aquí ya en tercero
Foto de Revista Velezana. nº 14

Puede que nosotros no quisiésemos que se fueran ya los padres, puede que los padres no tuvieran fuerzas para separase de nosotros, el caso es que ya instalados damos vueltas, arriba y abajo, en las inmediaciones del colegio. En eso estamos cuando descubro que “al laico” del colegio hay una pastelería, la pastelería Alcaraz, añorada y venerada en mi memoria. Solo quería que se fueran para meterme en ella y ponerme morado.
Al final marcharon y todavía quedaba tarde y tiempo hasta la cena. Mi padre me había dado 25 pesetas para pasar hasta navidad. En pasteles me gasté 10 pesetas, descubrí unos cuernos de merengue tan sabrosos que no he vuelto a probarlos iguales. Es fácil ajustar las cuentas, valían 2’50 y me gasté 10 pesetas, la cena por supuesto estaba de más, seguro que no valía la pena.
Al hilo de los cuernos, una tarde de invierno unos alumnos mayores se apostaron que uno no era capaz o sí de comerse 30 cuernos de merengue. En la pastelería no pudieron terminar la faena y se trasladaron al comedor. El director, D. Pedro, tenía fama de que lo controlaba todo, la apuesta parece que también y, le pidió al apostante que bendijera la mesa. No pudo terminar, en los urinarios que estaban fuera en la calle, quedó la marca, todo el suelo parecía una nevada pareja, un océano blanquecino de merengue se extendía por toda la superficie.
Para terminar la noche, el director anuncia que para prevenir los robos se le puede entregar a otro sacerdote el dinero que quiera que le guarde y éste se lo irá entregando como le hiciese falta. Ahí me tienes a mí, todo ufano a depositar mi capital. Nada más llegar solté mis duros en la mesa tal cual el valiente del oeste lanzaba la moneda para pagar el gïisqui:
          -Cura.- ¿Alfonsito qué me traes?
-Yo.-     Los tres duros que me han quedado de lo que me ha dado mi padre.
En mi inconsciente navega la idea de que al final del trimestre le debía yo un duro. Así fue mi inicio en el colegio


martes, 17 de octubre de 2017

sentimiento topareño



 

En el estado español, el verbo pertenecer, reina olímpicamente. Pertenecemos a tal familia, a tal ayuntamiento, provincia, país… y pertenecer según el diccionario de la RAE dice que es: “Tocar a uno o ser propio de él una cosa, o serle debida”.
La definición conlleva propiedad y por eso nadie debe pertenecer a nadie, todo ser, todo lugar tiene que pertenecer a sí mismo y solo a sí mismo. Solo estamos dentro o formamos parten de un todo más amplio, nunca pertenecer.

Así no tendré ningún reparo en señalar, por verdadero, que Topares está dentro o forma parte de Vélez Blanco, pero no que pertenezca a.
La reflexión la podemos extender a todas las relaciones que se puedan dar a lo largo del territorio, pues de lo contrario, a veces, podemos pensar en una relación de vasallaje.
Sería de tontos no ver la inviabilidad de un Topares como municipio, sería de necios pensar que con su población actual se pudiera ofrecer todos los servicios que se tienen que cubrir desde un ayuntamiento.

Ahora bien, nada es óbice para poder pensar, sentir en todo mi ser que Topares es grande, a emocionarme con la importancia que adquiere para mí, a llenarme de su aire, a querer ver la majestuosidad de su sencilla presencia.
Me tienen que dejar creer que he nacido en un lugar maravilloso, no más que cualquier otro, pero ni una milésima menos. Tanto me da que para existir tenga que formar parte de uno ajeno, siempre que pueda sentirlo como el centro y la razón de mi vida.

Quiero tener la certeza de que ser de Topares tiene sentido por sí mismo, sin más adjetivos ni calificativos, sin más pertenencias, sin más añadidos. Por sí solo es el núcleo y la condición que marca mi existencia como persona.

No me importa que los demás lo vean como un pueblo pequeñito, perdido en la lejanía, sin apenas historia, sin obras de arte ni monumentos, sin semáforos ni avenidas, sin… hay tantos sin, es igual, para vosotros lo que queráis, pero dejar que, para mí, al menos, sea mi tierra soñada.

domingo, 24 de septiembre de 2017

24 de septiembre

... Y otra vez llega el 24 de septiembre, estalla traicioneramente, como si de un explosivo olvidado se tratase, aquel destinado a las desgracias,
          Todo el año amagado, invisible, en una pérdida indeterminada, para que a eso de finales de agosto empiece a ronronear, sin que tú te des cuenta, sin que aparezca en la superficie, pero que intranquiliza tu ser y se dispone a actuar.
  Septiembre trae, distraídamente, resonancias de sus sonrisas, murmullos de sus silencios, cucamonas de sus caricias, presencias de sus voces.
          Septiembre amanece esplendoroso, en el horizonte las fiestas, la ilusión de días inolvidables, la esperanza de volver a saborear de ellas, para que poco a poco, su voz, su risa, su música, el recuerdo de un te quiero, la nostalgia de un mimo, me abstraigan, me dejen a merced de cualquier palabra, de cualquier imagen, para romper al final en el llanto más silencioso, más desconsolador.

          
        Así explota el 24, se apodera de mí y presenta el final de todas las ilusiones, para ocupar, solo ella, todo el espectro de mi recuerdo.
      Ella llena de vida, llena de amor, de pasión, ella seductora, colmada de fantasías, maravillosa, ella dueña de mi memoria.


           Mañana será otro día para recordar, para mantenerla viva, para sentir la alegría y la dicha de haberla conocido, de haber disfrutado de su amor, de haberla querido tanto, todo será mañana, pero hoy, 24 de septiembre, todo es dolor.


martes, 6 de junio de 2017

Tormenta

Ya lo decían estas  pasadas mañanas los mayores: “Esta tarde puede que caiga una…”.
Ya lo advertían más convencidos la mañana del domingo, observando lo que mostraba el horizonte de la Jarosa, o lo que emergía por detrás del Cerro Gordo: “Esta tarde sí se puede liar una gorda...”.
Ya lo amenazó diez minutos antes del estruendo el sabio anciano, de cuando los ancianos eran el signo de la sabiduría: “Hay dos nubes encima que no me gustan nada, nada…”.


Así fue, antes de darnos cuenta los cielos se abrieron y se precipitaron sobre nosotros, caía agua y piedra con maldad.


Qué tendrá Topares, entre las actuaciones caprichosas de las nubes divinas, los que nos quieren mucho y las cobardes avionetas que parece que cuando nos hacen falta se esfuman, Topares siempre se queda a medio camino, aparece maldito en su lenta agonía. Otro año sin cosecha.


Menos mal que siempre nos deja una luz de esperanza, ese sol tras la montaña que nos dice que a pesar de todo siempre vendrá un día resplandeciente.

Las fotos son de Antonio Cruz, magníficas y oportunas, espero que ninguno de esos granizotes haya escogido tu cabeza para aterrizar.

miércoles, 10 de mayo de 2017

LOS MONECILLOS


Al ver la foto de los monaguillos o monecillos, como se dice por aquí, me vienen al recuerdo paisajes de mi infancia.
Tendría los escasos 6 años, de cura en el pueblo estaba D. Rafael, entonces no había tantos monacillos (que también se puede decir), como se dice los justos y suficientes, para ser monaguillo se tenía que haber hecho la primera comunión. Vestían una sotana roja con un roquete blanco, lo hacían, vestirse, solo los dos que ayudaban a misa, sin que nadie más hubiera en el presbiterio, aparte del cura y Germán.
Ser o no ser monecillo era muy serio. Y aquí entra mi historia. El cura recibía frecuentemente la visita de la familia, que a veces se alargaba una buena temporada. Entre ellos un sobrino de, más o menos, mi misma edad. Ya fuera porque el niño lo quisiera o la misma familia lo anhelara, el caso es que querían que apareciese como monaguillo, aunque no hubiera hecho la comunión, tampoco querían que se pensase que era un privilegio del sobrino. El caso es que nos hacen una sotana negra a cada uno y nuestro correspondiente roquete blanco, y ahí me tenéis, vestido para cada ocasión y me colocaba al lado de la puerta de la sacristía antigua, con mi sotana negra y mi roquete blanco.
Realizaba pequeñas tareas, ayudar a encender las velas del altar, el cirio pascual, preparar lo que se utilizaría en la liturgia; las vinajeras; los libros, recoger, salir con la bandeja, aquí un inciso, los tiempos no eran los mismos, de lo poco que caía en la bandeja, perras gordas o dos reales, por el sonido ya conocíamos lo que caía. Si escuchábamos caer una peseta ya era un día grande, más o menos lo teníamos todo localizado, en los veranos, a veces, algunos visitantes dejaban caer algún billete, también sabíamos quiénes eran y si al pasar la bandeja notábamos que no hacía ruido, mirábamos con el rabillo del ojo para descubrir el billete, una peseta o cinco, creo recordar de alguna vez ver un billete de veinticinco pesetas.
Para mí, esa presencia en el escenario principal, aunque fuera con la sotana negra, era suficiente para sentirme importante, pues quizás es el único lugar en el que el teatro se ve desde el escenario. Sentir como todo el pueblo seguía tu representación, se movía al son que tu marcabas, a una señal tuya los levantabas o los sentabas, para un niño ilusorio era mucha tela.


Sin recordar cómo, un día me encontré vestido con la sotana roja, ya era un monaguillo de verdad, aún en el rito antiguo del latín y de espaldas a la gente, que te hacía todavía más interesante, alcanzando el máximo esplendor en la consagración.
En eso vino el cambio en el idioma y en la ubicación. Para bendecir el ara vino el obispo de Almería, que después sería arzobispo en Santiago y Madrid, D. Ángel Suquía, siendo el acto de una gran solemnidad. Para ese cambio nos tuvimos que estudiar las respuestas y con el cura estuvimos ensayando varias veces para la nueva forma de ayudar y de responder. En los bancos había libritos con las respuestas, pero casi nadie lo hacía.
El gran día de los monecillos era el momento en que a media mañana aparecía por la escuela Germán, eso indicaba que había misa o entierro. Nuestra salida era apoteósica, éramos gigantes pasando por delante de pequeños muchachitos insignificantes, mientras nosotros éramos los guapos. La cara de ellos, de los que se quedaban, era todo un poema y no tengo ninguna duda de que en esos momentos si hubieran podido nos habrían machacado.


Mi carrera como monecillo en el pueblo terminó con mi marcha al colegio, en el que me encantaba ir a ayudar a misa los domingos, a las doce y en el inmenso marco de la iglesia de Vélez Rubio, delante de todo el personal de los dos colegios, en un presbiterio mucho más majestuoso, el cura y los dos monaguillos, en una representación para una masa de gente, poco te costaba creerte una gran estrella ante su público.


Fotografías de internet, se retirarán a petición

lunes, 10 de abril de 2017

DON RAFAEL EL CURA



En estos pasados días ha muerto D. Rafael Pérez Teruel, para nosotros topareños, D. Rafael el cura.
Llegó a Topares entre 1956 y 57, hasta su marcha en 1963 o 64. En esos seis o siete años entre nosotros dejó una estela que, aquellos que ya saltamos los sesenta, no olvidamos.
Hasta los años setenta, en que empezaron a cambiar las costumbres, en las familias, grandes y pequeñas, se consideraba un honor tener un sacerdote, un hijo cura era la ilusión de muchas madres y padres. También el seminario, en los pueblos, era una salida al estudio. Conseguías beca con facilidad, en las localidades, mecenas te costeaban los estudios, te facilitaba la residencia pues era en régimen de internado, todo favorecía para que aquellos muchachos retirados de las ciudades pudieran estudiar.
Ya dentro, en gran parte de los jóvenes seminaristas empieza a verse, quizás influenciados por esa gran entrada de estudiantes de clases humildes, sacerdotes convencidos de que su misión no puede ser solo decir misa y rezar el rosario. Son conscientes de que sobre todo en las zonas rurales y obreras, entre sus misiones están también la de liderar, dinamizar la sociedad que les rodea. Se convierten en motivadores de la transformación de un mundo arcaico y estancado, en otro más acorde con el tiempo que empieza a formarse a nivel general.
A mí me bautizó D. Felipe y, cuando marchó D. Rafael, iría a cumplir los nueve años. Así que el trato directo con él que pudiera tener no me autoriza a aseverar nada, pero las consecuencias de su trabajo en el pueblo si nos permite ver y pensar en una gran labor.
Bajo su iniciativa y dirección el pueblo construyó su salón parroquial. Para lo cual supo convencer a todos de la importancia de la obra. Convenció a los pudientes de que tenían que aportar dineros, peones y animales de carga, lo que fuera necesario para conseguir el fin. Convenció a los que no tenían bienes de que su aportación sería con jornadas de trabajo gratis para que tampoco se quedaran fuera de la obra del pueblo. Así hemos podido lucir a lo largo de los años un salón que no tenían en muchos otros sitios y levantado por ellos mismos. Ahora, después de tantos años lo vemos como una cosa más del pueblo, antaño era un orgullo para todos y nos gustaba exhibirlo con arrogancia y satisfacción.


Se dotó con un motor para producir electricidad y con ello llegó la máquina de cine que nos dio muchas noches de ilusión viendo los grandes cómicos o los famosos de la copla en las películas españolas. Eso sí, por las noches al salir del salón, nuestras madres siempre nos dirían: “Nene tápate la boca”.
Después, otra vez, al final de su estancia en Topares volvió a convencer a los vecinos de comprar una televisión para el salón. Esos primeros aparatos valían un dineral, partiendo de pequeñas aportaciones consiguió lo necesario para comprarla y a cambio deba una especie de vales para poder verla después gratis, pues si no, costaba una o dos pesetas, según el acontecimiento y como he contado en alguna otra ocasión los días más gloriosos eran los de las corridas de toros. Mi primer recuerdo de la televisión fue la muerte y entierro del papa Juan XXIII.
Se me aparece en mi mente la mañana soleada que se marchó, casi todos los vecinos alrededor del caño para despedirlo, lágrimas en muchos ojos y muestras de cariño. Con el paso del tiempo, cada uno ha podido hablar según su propio entender, pero particularmente tengo claro de que, si su estancia entre nosotros se hubiera alargado más, los tiempos que ha tenido que ir superando el pueblo hubiera sido mucho más veloces.
Circunstancias me permitieron visitar después con cierta asiduidad Fondón, allí pregunte por su paso y me repetían los mismos parámetros de actividad y dedicación que en Topares y, cierto domingo de 1983, encontrándome en la plaza del pueblo, me fijo y a mi lado estaba él. Al llamarle la atención y decirle mi nombre le faltó tiempo para preguntarme por la gente del pueblo y en sus ojos brillaba la luz de la alegría.
Ahora ha emprendido un nuevo camino, que las estrellas lo transporten allá donde él quiera estar, seguro que Topares siempre será, para él, un lugar especial y nosotros siempre, al contemplar el salón, nos mostraremos orgullosos y diremos que, lo construimos entre todos estando D. Rafael.





viernes, 17 de febrero de 2017

Presentación de la novela: "ENRIQUETA"

                     




“Llegar a un sitio con la historia borrada, sin familia que pida explicaciones, sin chismes y chismosos. Sin gente dolida por ningún desaire. Sin amigos ni enemigos. Como una recién nacida. La vida por delante y la nada por detrás. Pero, al salir de la estación y encontrarse en mitad de Barcelona, no había previsto aquel recio escalofrío de anchura que la sacudió por dentro…







El pasado sábado, 11 de febrero, tuvimos la presentación de la novela “Enriqueta” de la autora velezana Soledad Reche Artero, Sole para todos.
Con la asistencia de gran cantidad de paisanos, expectantes desde días atrás con la aparición de la novela y las buenas palabras de todos los que la habían leído. Al llegar la hora acordada, Sole, después de estar todo el día en un puro nervio se dispuso a presentar antes sus vecinos a “Enriqueta”, novela con la que el Instituto de estudios velezanos, iniciaba una nueva serie, de título: “Narrativa” y que no podía tener mejor comienzo.

En la mesa estuvo acompañada por su hermano Diego y por mí mismo, Alfonso, ilusionados por compartir con la autora momentos tan importantes.
Yo inicié la presentación, señalando que desde el momento que empiezas a leer, la historia, el ritmo te embauca y no te permite hacer ni un receso, cautivados por ese lenguaje vertiginoso que se apodera de nuestra voluntad para no poder parar hasta llegar a sus últimas palabras.
Enriqueta es atrevida, audaz, valiente, rebelde, imaginativa, alocada, sin nada que la frene, que le hace a la autora seguir un ritmo frenético, que nos transmite a nosotros y nos hace leer a una velocidad de vértigo.
Es un mundo entre el Secano y Barcelona, donde pasa de dominarlo todo, a no conocer a nadie. De tenerlo todo a mano a perderse ante la inmensidad: “las luces, las tiendas, los bares, la gente que salía de todas partes, el ruido, el olor a brea, humo y carbonilla, y hasta la niebla fría que ocupaba las calles al anochecer la fascinaron…”

Su hermano Diego Reche nos mostró como dentro de la novela te encuentras con relatos cerrados, de hecho, el primer capítulo puede leerse como un texto acabado, pero algo te está diciendo que después te esperan páginas maravillosas y se convierte en un excelente prólogo para lo que después nos espera.
Apunta dos cuestiones importantes en la obra, aparte otras muchas. Primero el estilo, rápido, con un lenguaje coloquial, ritmo, la capacidad de transmitir detalles. Después el título, puede parecer pobre como reclamo publicitario, la convicción de Sole se impuso, para ella ponerle un título más largo, adjetivarla, era como empujarle hacia un lado y había que mantenerla rebelde, imprevisible, atrevida. Al final, resulta que la autora estaba en la razón, parece que a medida que repites el nombre, el título tan rotundo, tan convincente, la narración va adquiriendo más fuerza, más peso: “Enriqueta”.
También nos aportó Diego que Enriqueta es una novela de mujeres entre mujeres. Solo aparecen dos hombres, uno al principio y otro al final, aunque determinantes, pero, son las mujeres las que se encargan de fastidiar o ayudar a la protagonista, las que ocupan todo el espacio.
En su prólogo a la edición nos cuenta Diego de forma magistral el proceso de creación de la historia: “A la chana chana, en el silencio de la vieja galería donde mi padre hacía fotos o retocaba los clichés, ayudado por la luz que se filtraba en sus ventanales, fue también revelándose y rebelándose esta zagalona con pelaje de lunera…”.
Entre preguntas y respuestas fue llegando el acto a su final, la última parte ocupada por una cuestión que a todos nos ocupaba la mente, la posibilidad de una continuación, ante un final particular.


Reconoció Sole que el final puede resultar abrupto, pero también como es la propia Enriqueta, pero, sin lugar a una continuidad, con argumentos como que todos los personajes tienen en su vida una época dorada, donde todo se plantea y todo se resuelve, y si no, quedan indicados los caminos a seguir en esa vida. Todos tenemos nuestro tiempo más interesante y en este caso continuar la historia puede suponer banalizarla, cargarla de páginas con minucias cotidianas y que a lo único que puede conducir es a que Enriqueta pierda esa velocidad de ardilla, pues esa marcha no se puede mantener siempre y eso la llevaría a perder mucho.
Fue una tarde noche maravillosa donde disfrutamos de la osada Enriqueta, contando además con una gran sorpresa, a la cita acudió María, la muchacha que aparece en la portada y que un día lejano vino a Vélez Rubio a hacerse una fotografía en los estudios Reche, precisamente a la casa de Diego y Sole, pues su padre era el fotógrafo Reche.

Sole Reche y María, que una foto que se hizo en su juventud, en los estudios del padre de Sole, ha servido de portada para la novela "Enriqueta".


Lo dicho una deliciosa velada.

martes, 14 de febrero de 2017

Dulces tardes poéticas: Joan Margarit


El pasado 9 de febrero tuvimos la suerte de asistir a una nueva sesión de “Las dulces tardes poéticas” de “La dulce alianza”. En este mes de febrero disfrutamos de la palabra de Joan Margarit, acompañado por Mª Jesús García, soprano que nos ofreció canciones de Schumann, acompañada al piano por Mª Luisa. Esta combinación nos permitió percibir como la palabra nos puede cautivar tanto escrita como en voz, fue un contrapunto interesante, de la voz a la escritura.
Joan Margarit, que además de poeta es arquitecto, congregó en los sótanos de la pastelería a gran número de personas, en una de las sesiones más concurridas. Nacido en 1938 inicia su andadura poética en castellano, para posteriormente pasar al catalán, desde el que traduce las obras al castellano, pero con entidad propia. Así el título en catalán: “Des d’on estimar” se convierte en “Amar es dónde” o “Els primers freds” en “El primer frio”. Nos habla con claridad de la lengua que es desde el nacimiento y la lengua que es de cultura y asevera categórico: “La lengua que nada más lo es de cultura no es determinante”.

Con relación a su trayectoria poética escribe: No renuncio a nada de lo que tengo y que he ido adquiriendo durante mi viaje poético”.

En 1954 se traslada con su familia a Las Islas Canarias y a partir de 1956, alterna con Barcelona donde continúa sus estudios, de esta relación con otra tierra, hace esta interesante reflexión: “Cuando llegas a una tierra, a una ciudad que no es la tuya y te acabas ganando la vida y progresando, te produce una alegría inmensa el intentar integrarte, de ser uno más entre sus gentes …. la importancia de penetrar lo más profundamente posible en la lengua y la cultura del pueblo que te acoge”.
Afirma con contundencia que la poesía es la más exacta de las letras, como las matemáticas son las más exactas de las ciencias. Así continúa estableciendo que tenemos un poema cuando: “Si en un poema se saca una sola palabra, o se cambia por otra y no pasa nada, es que no era un poema”. Añadiendo: “Un poema ha de decir justo lo que necesita su lector o lectora”.
Fue una dulce y bonita tarde poética, en la admiración a un hombre que a sus 78 años transmite tanta vida y energía y que se movía por el imaginado estrado como un emérito profesor.






LOS OJOS DEL RETROVISOR

Los dos, Joana, nos acostumbramos
a que esa lentitud para bajar
del coche con muletas, desafíe
los abstractos insultos de los cláxones.
Tu compañía es mi serenidad:
la sonrisa de un cuerpo tan lejano
de lo que siempre se llamó belleza,
la penosa belleza, tan distante.
Elegí en su lugar la seducción
de la ternura iluminando el hueco
que la razón dejo en tu cara.
Cuando me miro en el retrovisor
veo unos ojos que no he visto nunca,
pues brillan en ellos el amor que dejan
tantas miradas, y la luz, la sombra
de lo que he visto y la paz que trae
tu lentitud, que está dentro de mí.
Tan grande es la riqueza
que no parecen míos los ojos del espejo
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