martes, 24 de enero de 2017

DULCES TARDES POÉTICAS

Un jueves de cada mes se celebra en la cafetería-pastelería “La dulce alianza” de Almería, un recital de poesía acompañado de música, en las que se denominan: “Dulces tardes poéticas”.
“La dulce alianza” es una pastelería emblemática de Almería, recientemente se ha desplazado de su localización habitual para mejorar, sobre todo, en espacio. Tiene un salón de meriendas en el sótano y aquí es donde se lleva a cabo esa agradable tarde donde la poesía se marida, o se fraterniza con los dulces para conseguir un ambiente de paz interior y de sensibilidad poética y musical.
Este mes de enero le ha correspondido presentar y recitar sus poemas a Manuel Vilas, escritor nacido en Barbastro, hace unos cuantos años y, que cuenta  entre sus libros más importantes: “Resurrección” (2005), “Calor” (2008) y “El hundimiento” (2015). Entre otros premios de poesía ha recibido el Ciudad de Melilla y el de la Generación del 27.
Le ha acompañado al acordeón María Nöel Ayala, gran concertista de este instrumento, interpretando varias piezas musicales, para mí, con especial significación la última: “Alfonsina y el mar”.
Como cada jueves que se llevan a cabo estos encuentros, ha resultado una tarde provechosa, creándose un ambiente literario de silencio y contemplación.
Vilas te hace llegar la sensación de que hace poesía como camina. Tocado, a veces, de cierta ironía, puede sacarte la mejor de tus sonrisas y convertir en versos palabras que te encuentras por la calle. Por eso nos dice que “La poesía no es algo oscuro y complicado, es luminosa, vital”.
Pero la poesía también va unida al hundimiento, como la vida, donde la alegría y la tristeza conviven a diario, de ahí que: “Hablar con las sombras también es un cometido de la poesía”.
Pero no se puede ser un poeta aislado, encerrado en un mutismo solitario, así pues, una última reflexión: “La vida solo es vida, si te ven vivirla otros”.
Os transcribo un poema en forma de prosa:

MUJERES”

No las ves que están agotadas, que no se tienen en pie, que son ellas las que sostienen cualquier ciudad, todas las ciudades. Con el matrimonio, con la maternidad, con la viudedad, con los golpes, ellas cargan con este mundo, con este sábado por la noche donde ríen un poco frente a un vaso de vino blanco y unas olivas. Cargan con maridos infumables, con novios intratables, con padres en coma, con hijos suspendidos. Fuman más que los hombres. Tienen cánceres de pulmón, enferman, y tienen que estar guapas. Se ponen cremas, son una tiranía las cremas. Perfumes y medias y bragas finas y peinados y maquillaje y zapatos que torturan. Pero envejecen. No dejan las mujeres tras de sí nada, hijos, como mucho, hijos que no se acuerdan de sus madres. Nadie se acuerda de las mujeres. La verdad es que no sabemos nada de ellas. Las veo a veces en la calle, en las tiendas, sonriendo. Esperan a sus hijos a la salida del colegio. Trabajan en todas partes. Amas de casa encerradas en cocinas que dan a patios de luces. Sonríen las mujeres, como si la vida fuese buena. En muchos países las lapidan. En otros las violan. En el nuestro las maltratan hasta morir. Trabajan fuera de casa, y trabajan en casa, y trabajan en las pescaderías o en las fábricas o en las panaderías o en los bares o en los bingos. No sabemos en qué piensan cuando mueren a manos de los hombres”.
























P.D. He intentado subir un video con la interpretación que hace de "Alfonsina y el mar" y no me deja, me da error y apunta que igual supera las 100MB, lo dudo está cogido con el móvil.


viernes, 6 de enero de 2017

Juegos y juguetes

Fotografía de J. Angel Castaño

Me sitúo en el inicio de la década de los sesenta, cuando se desarrollaba mi infancia. Me hallo en un pequeño pueblo alejado de las grandes ciudades, Topares, donde las cosas siempre llegaban después, mucho después.
Soy un infante que tiene todo un universo a su disposición para el juego, cuando el juguete no ha adquirido sentido propio, solo supeditado a ser herramienta del esparcimiento. Cuando los reyes magos llegaban a un pueblo tan lejano, ya sin juguetes, pues lo habían ido dejando en las otras localidades. Solo les quedaban: naranjas, mantecados, algún calcetín y a veces unas zapatillas o cualquier jersey.
Pero parece que también nos portaban ilusiones para seguir jugando, espacios infinitos para desarrollarlos, sin más límites que la llegada de la noche, ni más inconvenientes que alguna lluvia inoportuna o algunos copos de nieve resplandecientes.


Pero las lluvias nos traían charcos y era el momento de fabricarnos unos zancos con dos botes de leche: dos agujeros en la tapa, y dos cuerdas y ya tenías el juguete para poder chapotear en el agua. Aún recuerdo, como si fuera ahora mismo, el día que vino algún muchacho de fuera, cuando se formaron los charcos salió con sus botas de goma, “katiuskas”, les llamábamos. Se puso a juguetear pisando en el agua y todo un coro de niños asombrados de lo que veían no lograban apartar sus ojos de aquellas botas mágicas. Al menos yo, cuando llegué a casa, pataleaba llorando pidiendo que me compraran unas “katiuskas”.
Desde las casas había una orden clara; cuando dieran la luz del molino a recogerse. Tu suspirabas porque la luz fuese tenue y amagara algún destrozo de la ropa o la suciedad adquirida de jugar toda la tarde a las bolas, algunos con suerte podían tener bolillos de los cojinetes de los coches. De canicas nada, en aquellos años en Topares jugábamos en blanco y negro, el color todavía no había llegado.
Según te tocara tenías que ayudar a que la bola corriese o a que la bola frenase, el primero que dijera “sucio” o “limpio” se afanaba para conseguir su propósito. Así limpiabas el suelo de tierra hasta que pareciera una patena o aporcabas tierra al camino de la bola o el bolillo hasta que dificultabas su marcha. Manos y ropas entraban en un contacto continuo con la tierra, hasta llegar a tu casa como un eccehomo de suciedad y procurando que la madre no se diera cuenta del estropicio.

Claro que no todos los días la tarde era tan rastrera. Igual habías cogido tu aro, que muchas veces, casi siempre, llamábamos “rulo”, y con algún amigo transitabas por caminos y veredas de tierra y piedras y acostabas en las curvas el aro soñando que eras un piloto de carreras o sorteabas obstáculos como contaban que tenías que hacer para sacarte el carnet de la moto. Solo se trataba de hacer confluir la actividad con la imaginación para crearte un mundo mágico de ilusiones.

En los soleados recreos primaverales de la escuela podías jugar a bailar el trompo, en otros sitios peonza. Ver cual duraba más, intentar cogerlo con la cuerda, bailarlo en la mano, lanzarlo de un lugar a otro y que siguiera danzando, todos juegos de habilidad que cuando conseguías te inflabas de orgullo y pasabas la vista sobre tus adversarios reclamando tu superioridad. Cada vez que conseguías un éxito en el juego te hacía sentir un poco más mayor y el tiempo avanzaba hacia otros juegos que te configurarían otros tiempos.


En algún momento, tu padre, tu abuelo, el hermano mayor te harían un tirachinas, de madera o de alambre fortalecido y gomas de ruedas que fueran fuertes. Poco a poco irías aprendiendo a lanzar piedras con más fuerza y con más tino, probando a abatir algún pajarillo instalado en la copa de algún árbol no muy alto. Para llegar al árbol de la iglesia, eterno, su copa alzada hacia el firmamento y vigilando por si por el callejón que sube del caño aparecía el cura y te requisaba el tirachinas, con la argumentación de que las piedras caían sobre el tejado de la iglesia y se rompían las tejas.

Con la llegada de la semana santa, el domingo de ramos en la procesión se portaban palmeras y con sus hojas confeccionaban pirámides y lagartos. A los pequeños nos la iniciaban los mayores, a veces el resultado era más bien un churro, pero en nuestros pocos años quedábamos contentísimos. Sobre todo, el juego consistía en que nosotros, inocentes, engañábamos a algún mayor para que metiera un de do en la boca del lagarto. Con la elasticidad de la palma, cuando más tirábamos de la cola para sacarle el dedo, las hojas más se cerraban sobre el índice normalmente. Nosotros reíamos, y los mayores también de ver las monerías del pequeño.

Fotografía de J. Angel Castaño


Todo eran ilusiones infantiles que llenaban nuestras cabezas de imaginación y que si queréis podéis evocarlas visitando la exposición "Así Jugábamos" en el Museo Comarcal Miguel Guirao de Velez Rubio
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