jueves, 8 de agosto de 2013

7 DE AGOSTO

                Año tras año cuando llega el 7 de agosto se acumulan los recuerdos, se reviven en mí ser sensaciones, nostalgias de una vida espléndida compartida con mi amada.

Camino de la iglesia

La alegría, la felicidad inundaba Almería

                Era un 7 de agosto de 1982 cuando Rosario y yo manifestamos delante de amigos y familiares nuestro deseo y propósito de compartir una vida de ilusiones, de amor, de fantasías y esperanzas.
                Yo trabajaba en Balsareny (Barcelona) y volvía a Almería para establecer una vida juntos. La ceremonia tenía que ser un manifiesto de niños traviesos, desprendida de toda pomposidad y alejada de cualquier signo de seriedad. Todo se tenía que desarrollar bajo el prisma de un juego de jóvenes inocentes, limpios y puros en los sentimientos.
                Ella se valía de que el oficiante fuera su tío, infantil como el que más,  contribuía a crear esa atmósfera tierna en la que se desarrollaría el acontecimiento. Rodeados de sus menudos sobrinos que le conferían al suceso ese aire de chiquillada travesura y arropados por jóvenes aún más ilusos que alejaban todo vestigio de seriedad de los mayores.


                Era una proclama de intenciones, voluntades de los que sería nuestra vida juntos. Vida en la que iba a reinar la fantasía, la imaginación, la ilusión por compartir las alegrías, también las penas y penurias, donde siempre ardiera la llama viva del amor.  Entregados a nosotros mismos y a nuestros amigos.


                Donde nuestra intención ha sido siempre sumar, nunca quitar, coartar. Sumar mayor libertad, mayor ilusión, sumar para que cada día que comenzaba estuviese pleno de caricias, de delicadezas, de atenciones, de propósitos para hacernos más felices.
                Lo evoco como un día maravilloso, inicio de una aventura aún más exquisita y que la asquerosa enfermedad truncó hace dos años, pero que en el tiempo permanece en mi viva, las emociones a flor de piel y resucitándola a cada instante.
                Cierro los ojos y libremente acuden a mí sus aromas, sus sabores, y su voz cariñosa, sugerente llena mis oídos de tiernas palabras.  La  nostalgia de su piel me hace estremecer de cálidos escalofríos, como si nunca hubiera dejado de acariciarme.


                Pero también su recuerdo asfixia. Su delicadeza, se sensibilidad, su pasión no me dejan acercarme a otras personas, no me dejan buscar otras compañías.


                Su memoria es la que me permite vivir, me proporciona las ilusiones para seguir caminando, avanzando en mi viaje a lo eterno. Su presencia viva es la que me llena de fuerzas para intentar nuevos retos, para no dormirme cada día en el sopor de la apatía y la abulia.





                Aquel 7 de agosto permanece incólume, impoluto en mi mente a través de los tiempos,  añorado y perpetuado en cada momento, que me hace pensar en la suerte, en la dicha de haber compartido una vida de felicidad con Rosario, con mi Saio.
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