jueves, 6 de octubre de 2016

RECUERDOS 1

En mis años de infancia no recuerdo  tener frio, tampoco calor. No tenía hambre, ni me levantaba con sueño. No   me aburría, ni me importaba que lloviese o nevase. Parece que todo lo físico no hubiese existido, cuando seguro que fue.
Pero los recuerdos de crío  reverberan en mi memoria. Recuerdos de juegos en los recreos de la escuela, desarrollados en el patio que demarcaba todo el pueblo.
Recuerdos de batallas imaginadas donde no moría nadie y todos nos considerábamos héroes. Imágenes de noches de verano estrelladas jugando a las cuatro esquinas.
Mis tiernos años están llenos de secuencias en las que la distracción con los demás niños se llena de  estampas y sensaciones.

Se dibujan  retratos de partidos de fútbol, en diversos campos, como eran las eras o, en los días grandes, el prado. Cuando contar con un balón de cuero te hacía amo del tiempo y del juego. Correr detrás de la pelota soñando ser Distéfano, Kubala, Pelé, Pirri, Asensi… o lanzarte a parar el esférico en el suave colchón del bálago creyendo ser Iribar o Yasin. Pero sobre todo jugar, compartir, eso sí, solo hasta que viniera la luz que nos proporcionaba el molino. Esa era la señal convenida en las casas para marcar el tiempo de juego en la calle. El recreo permanente había terminado, los chiquillos a la casa.




Recuerdo y sueño las tardes de toros. Medio pueblo, que entonces era mucho más que el pueblo entero de ahora, en el salón parroquial, el que se hizo con el esfuerzo y la aportación de toda la parroquia. Provistos de la correspondiente merienda y rezando para que esa tarde no entraran las interferencias. Las insoportables rayas que nos impedían ver el espectáculo y que a veces nos obligaban a imaginar pases y lances, culpando de todo a las emisoras moras, que nadie sabía que eran y que nos llevaban, a veces, a soportar dos horas de contornos e incertidumbres.
Pero todo lleno de sueños y quimeras, unidos en la suerte o la desgracia de poder disfrutar de la tarde o no, partidarios de unos y otros: del Cordobés, de Diego Puerta, del Viti, de Paco Camino, mientras en la hora del triunfo, los pequeños fantaseábamos con los brazos hacia el cielo y llevados en hombros de las gentes hasta la puerta del Mercedes o el Doge, máximo símbolo de la época del éxito. Visionando riquezas y alabanzas, lo que en la mayoría de las ocasiones nos llevaba a terminar en nuestro propio festejo. Donde por turnos pasábamos por ser toros, toreros, banderilleros o picadores. Protestando, como toreros, cuando algún toro salía más con idea de fastidiar que de colaborar a nuestro éxito.



Así, entre sueños y quimeras llegaba nuevamente la venida de la luz del molino y parecía que, como si de la mili se tratase, un toque de retreta nos llevaba invariablemente a recogernos en la casa, saboreando los oles de la corridas y dispuestos, desde el mismo momento de levantarnos,  a ser felices un día más.






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