viernes, 4 de mayo de 2012

La lectura. Escribir


El escribir es un arte muy difícil y complejo, pues tiene tanta riqueza de matices que siempre nos encontramos con algo nuevo.
            Ocurre muchas veces que, cuando te encuentras alguna lectura que te encanta, te deja asombrado y maravillado, te hace sentir que ya no vas a encontrar nada igual, tal cual si ya hubieras alcanzado la cima, hubieses conocido la perfección del escribir.
Pero he aquí, que al tiempo te vuelves a encontrar otro libro que empieza a crearte las mismas sensaciones, vas llegando al mismo enamoramiento de las palabras, te vas notando poseído por la precisión de las frases, por la claridad de los pensamientos o por la evidencia de las situaciones o simplemente por el conocimiento de las personas.
Al final vuelves a sentir las mismas conmociones de finalización, de haber colmado tu calidad de asombro y sientes como las palabras se han combinado en la forma absoluta y definitiva, así una y otra vez, hasta la llegada de esa nueva lectura.
Pues de la escritura y de su ejecución te pueden sorprender tantas cosas que difícilmente podemos centrarnos en un libro, en un autor, para determinar el todo de la literatura.
Por eso cuando me hago la pregunta de si tengo un libro por encima de todos, o cuando leo algunas de las listas de los libros imprescindibles, al ver en ellas algunos títulos que no he leído, me produce malestar. Cuando reflexiono un poco; no obstante, me doy cuenta de que la importancia  radica en leer, que seguramente habré leído otros que también podrían figurar en esa lista. Que la lectura no es tarea de marcas, lo importante es disfrutar con cada lectura, ir creando tu saber para poder elegir, para poder determinar lo que te place o no. Conseguir discernir lo que merece ser leído y lo que no, saber leer lo profundo y dejar para otros aquello que no tiene valor sino en el suceso. Poder quedarte embelesado en la utilización de un sustantivo, en un adjetivo, en una definición, en una concreción que encierra todo un libro.
Por eso siento mi mente levitar ante la riqueza de los adjetivos de García Márquez, la conveniencia de sus palabras, de utilizar el lenguaje cotidiano de forma sublime.

La juventud, la lozanía de Lorca, la musicalidad de sus palabras, el ritmo, la sonoridad, la transparencia, la belleza que desarrollan las voces colocadas en el lugar exacto, acompañadas de las compañeras adecuadas. Siempre relaciono a Lorca con el color, con una paleta llena de matices, desde los delicados pasteles hasta los más grises de sus tragedias.
La precisión, sedimentación y decantación, la limpieza de Javier Marías, no encontrarás una palabra, una frase de más, siempre justas en cantidad y calidad, que puede alcanzar lo sublime en algunos de sus artículos, cómo revela de forma precisa y concisa sus opiniones, todo parece que ha pasado por una criba especial, para al final, dejarnos solo las palabras precisas para expresar aquello que quiere, sin dejar margen a la duda.

La exactitud y claridad para hacernos llegar las emociones de los grandes de la novela francesa, Sthendal, con su Rojo y Negro. Lo exquisito de su literatura te hace sentir, ver, concebir y hacer realidad a su Julián Sorel, en el conjunto de las personas, de sus formas de pensar, de sentir, de ser, de vestir, de amar y odiar. Según en qué momento lo leas, puedes llegar a sentir como una transfiguración entre tu persona y su Sorel.
La transmisión de percepciones difíciles de comprender, igual que en El Perfume, unas palabras hábilmente colocadas pueden traerte los aromas y olores, aromas de los perfumes, los olores de las calles, del barrio.


Pero también quiero referirme a una experiencia particular. Pero que, pienso, a  casi todos los que tenemos a los libros como devoción,  nos ha pasado. Tendría 15-16 años, me apuntaron al Circulo de Lectores y la primera obra que recibí fue “Casas muertas” de Otero Silva, con él estaba descubriendo la literatura, lo conservo con un cariño especial, muchas veces vuelvo a abrir sus páginas, al leer unas líneas descubro que ya no es lo mismo, la mano que se pierde en el pecho de la enamorada, debajo de un gran árbol caribeño, la calle larga, la escuela, el anarquista en la fiesta de la virgen, tocando en la banda, el exilio, siempre la conservo en mi mente.


Reservo líneas especiales para dos obras magistrales, “Crónica de una muerte anunciada” de G. Márquez y “Pedro Páramo” de Juan Rulfo, ninguna otra puede que me enamoren tanto, no se hablar de ellas con emociones, adjetivos, ni palabras, pero me hechizaron y me hechizan, será lo diáfano de su misterio, te va creando a tu alrededor una bruma que te envuelve y te adentra en su mundo. Por esos libros conocí la América Central hasta México y cuando estuve en Cuba reconocí esas tierras, su aire, su vegetación, obras misteriosas, mágicas de tan claras que son, parecen salir desde el interior de sus autores, desde sus vísceras. A mí, que me encanta describir las sensaciones, son escritos que me  hipnotizan y poco me importan las palabras, ni como están dichas, solo importa lo que siento, emociones y sentimientos, como si fueran en mis propias carnes.



Cada uno tendrá sus preferencias; pero, por encima de todo leamos, tendremos momentos de goce y enriqueceremos nuestro vocabulario, nuestra expresión, nuestro saber, nuestra persona.

2 comentarios:

  1. Tienes razón, Alfonso: no hay que hacer caso de las listas de “libros canónicos”, pues cada uno tiene sus preferencias y debemos crearnos nuestro propio canon prescindiendo de los gustos ajenos. Es cierto que algunos autores de rango universal (Homero, Virgilio, Dante, Shakespeare, Cervantes, Molière, Tolstoi…) merecen los pedestales en que están, pero ello no impide que a algunos (¿muchos?) no les gusten sus obras (incluso habrá quien las odie por haber sido obligado a estudiarlas de joven).

    Lo importante es leer. Cuando yo era muy joven, que TVE estaba en sus balbuceos, la literatura abría horizontes a la imaginación, y sólo el cine les ponía imágenes con que comparar nuestras fantasías. Las películas del oeste, las de romanos, las de barcos… daban forma a nuestras creaciones mentales sobre las aventuras leídas en Julio Verne, Emilio Salgari y otros autores más “de masas”, como Marcial Lafuente Estefanía o Silver Kane (que sólo mucho después supe que era el seudónimo de Francisco González Ledesma), Keith Luger o Peter Debry, nombres que no figuran en demasiados cánones, por no decir en ninguno, pero que a mí me formaron, de preadolescente, tanto o más que Gonzalo de Berceo o Ramon Llull.

    Mucho más tarde, pero gracias al manual de literatura de mi bachillerato, obra del manresano Guillermo Díaz-Plaja, me entró curiosidad por conocer (en vez de odiar) los clásicos que allí se citaban. Recuerdo que teniendo yo 14 años, la anciana bibliotecaria de Sallent, localidad donde yo estudiaba, se negó a prestarme el 'Fausto' de Goethe porque “no era adecuado a mi edad”, lo que me indignó. Pero en la biblioteca de mi pueblo, Balsareny, sí conseguí leer 'Los Miserables' y 'Notre Dame de Paris' (en una edición catalana de antes de la guerra, hoy del todo inasequible, y mira que la he buscado sin éxito), y las 'Narraciones Extraordinarias' de Allan Poe en la excelente versión de Carles Riba, y el 'Pickwick' de Dickens y la 'Alicia' de Carroll, ambas en versión de Josep Carner, y desde luego el 'Lazarillo' y 'La Celestina', y Quevedo y Góngora, y Lorca y Alberti, y Espriu, Foix y Salvat-Papasseit, y los clásicos grecolatinos, y los trovadores… Un universo tan enorme que, ni siquiera hoy que ya estoy jubilado, alcanzaré jamás a completar, ni de lejos. Mejor: así tengo siempre el aliciente de algún libro antiguo por descubrir, por no hablar de los nuevos que van apareciendo.

    Me gusta que la juventud, con sus emails, SMS y wassaps, continúe escribiendo mucho (aunque en esos soportes se abuse de las abreviaciones y se haga trizas la ortografía, pero en fin...). Aun así, en mi pueblo, como en muchos otros supongo, cada año por la Fiesta Mayor, que cae siempre muy cerca de Sant Jordi, se organiza un concurso literario para escolares, alumnos de instituto y adultos, y es fantástica la cantidad de jóvenes que participan, con obritas interesantes y muy bien hechas. A mí me suelen buscar para ser miembro del jurado, y la verdad es que es una labor cansada pero muy gratificante, leer tantas cosas interesantes.

    Que los jóvenes escriban quiere decir que también leen; y es muy bueno que lean, aunque en vez de los clásicos a lo mejor solo sean 'comics' (en mis tiempos los llamábamos 'tebeos'), o simplemente el 'Marca' (y si es el 'Mundo Deportivo' o el 'Sport', mejor, en mi modesta opinión). El libro digital abre horizontes, pero no acabará, confío, con el libro impreso: a mí me encanta el olor de mis libros viejos, releídos y ajados, lo que ningún aparato electrónico podrá suplir jamás.

    Un abrazo, Alfonso.

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    1. Ramón es una delicia leerte, tanto si lo haces en catalán como en castellano. Claro, para escribir, es necesario haber leído mucho, y los que te conocemos, sabemos de tu gran afición y gran saber.
      Tu respuesta me trae recuerdos de años jóvenes, entonces no teníamos las posibilidades de ahora. En mi pueblo no había biblioteca, en los largos veranos leía todo lo que caía en mis manos y sí, también novelas del oeste de Marcial Lafuente. Aunque a las horas, cuando te dabas cuenta de lo que estabas leyendo, te producía cierto malestar, ahora veo que también te aportaba vocabulario, redacción y ayudaba a mantener viva la ilusión que te provoca abrir por primera vez un libro. Hay muy pocos momentos más emocionantes que cuando mirando la portada de un libro, abres sus pastas y te enfrentas a esas primeras líneas, que a veces, son suficientes para que te cautiven a lo largo de toda la obra. Preso de la euforia de la juventud, me he levantado y he ido a mi biblioteca a buscar “El tesoro de los Incas” de Salgari, en un edición de 1956, escrito a dos columnas y al que acudía una y otra vez cuando no tenía una lectura nueva. Al lado me he encontrado “El jugador” de Dostoievski, que cuando tenía 17 años me compró mi padre en una librería durante un viaje a Granada, mi primera compra en una tienda de libros, costaba 40 pesetas. Me ha hecho ilusión el volver a manosearlos un poco.
      Recuerdo los años de bachillerato, mis libros eran de Lázaro Carreter, que casualidad, y alguno de Blecua, en los primeros días ya había leído todos los fragmentos de literatura que traían, desgraciadamente después solo nos dedicábamos a estudiar largas listas de autores y sus obras, pasando de largo en el estudio y disfrute de los textos. Después, en las rancias películas en blanco y negro, inglesas y americanas, me quedaba entusiasmado viendo como en las escuelas el estudio era a partir de un texto de algún escritor propio.

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