En mis años de infancia no
recuerdo tener frio, tampoco calor. No
tenía hambre, ni me levantaba con sueño. No
me aburría, ni me importaba que lloviese o nevase. Parece que todo lo
físico no hubiese existido, cuando seguro que fue.
Pero los recuerdos de crío reverberan en mi memoria. Recuerdos de juegos
en los recreos de la escuela, desarrollados en el patio que demarcaba todo el
pueblo.
Recuerdos de batallas imaginadas
donde no moría nadie y todos nos considerábamos héroes. Imágenes de noches de
verano estrelladas jugando a las cuatro esquinas.
Mis tiernos años están llenos de
secuencias en las que la distracción con los demás niños se llena de estampas y sensaciones.


Recuerdo y sueño las tardes de
toros. Medio pueblo, que entonces era mucho más que el pueblo entero de ahora,
en el salón parroquial, el que se hizo con el esfuerzo y la aportación de toda
la parroquia. Provistos de la correspondiente merienda y rezando para que esa
tarde no entraran las interferencias. Las insoportables rayas que nos impedían
ver el espectáculo y que a veces nos obligaban a imaginar pases y lances,
culpando de todo a las emisoras moras, que nadie sabía que eran y que nos
llevaban, a veces, a soportar dos horas de contornos e incertidumbres.
Pero todo lleno de sueños y
quimeras, unidos en la suerte o la desgracia de poder disfrutar de la tarde o
no, partidarios de unos y otros: del Cordobés, de Diego Puerta, del Viti, de Paco
Camino, mientras en la hora del triunfo, los pequeños fantaseábamos con los
brazos hacia el cielo y llevados en hombros de las gentes hasta la puerta del
Mercedes o el Doge, máximo símbolo de la época del éxito. Visionando riquezas y
alabanzas, lo que en la mayoría de las ocasiones nos llevaba a terminar en
nuestro propio festejo. Donde por turnos pasábamos por ser toros, toreros,
banderilleros o picadores. Protestando, como toreros, cuando algún toro salía
más con idea de fastidiar que de colaborar a nuestro éxito.
Así, entre sueños y quimeras
llegaba nuevamente la venida de la luz del molino y parecía que, como si de la
mili se tratase, un toque de retreta nos llevaba invariablemente a recogernos
en la casa, saboreando los oles de la corridas y dispuestos, desde el mismo
momento de levantarnos, a ser felices un
día más.
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