Cuando empiezo a
escribir es difícil parar, por eso la necesidad de partir las entradas.
Emilio Flores Gea,
desde Murcia, nos decía, uno de estos días que la feria de Vélez Rubio de
octubre era del 10 al 14, precisamente los días que nos incorporábamos al
colegio. En aquellos años, nunca era antes de octubre. Fueron días en los que
mi asombro no podía alcanzar niveles más altos. Los ojos de un niño pueblerino
se querían salir de sus órbitas pues no podían descifrar tantas imágenes ni
momentos.
Los coches de choque,
“los cochecicos”, antes nunca vistos ni imaginados. En mi ayuda acudió mi
padre, como iba con camiones, esos primeros días, pasaba siempre a verme,
imagino que la madre le encargaría pasar a ver al niño, a ver si necesita algo,
a ver si está bien, ¿le gustan las comidas?, le daría toda una serie de
encargos para su hijo pequeño. El caso es que mis tres duros estaban en manos
del cura y yo tuve dinero para disfrutar de la feria.
Crecía un deseo ardiente
de montarme en ellos, alternándose con el miedo intenso de que me pasara algo
en los choques, que volcase, yo que sé, he sido demasiado miedoso en las
aventuras. El primer paso fue solo mirar embobado, observar a esos bichos
diabólicos que daban vueltas y vueltas. Parecía que todo giraba con un orden
caótico, chocando de tanto en tanto los vehículos sin que aparentemente pasara
nada. La contemplación duró horas, al menos un día. Por la noche llenándome de
valor me prometí que al día siguiente pasaría a la acción. Alrededor de la
pista estaban vigilantes los entendidos de siempre, los caras, hábilmente te
liaban para que tú pagaras y montarse contigo. A la segunda vuelta, aunque habías sido el pagador, se apoderaban del auto y pasabas a ser mero espectador
de su manejo. Claro, aprendí la lección y poco a poco me lancé a conducir yo solo y, tratando de esquivar a los demás, buscando siempre los espacios
solitarios, fui disfrutando de ese nuevo capricho. Acabé, por la noche,
soñando con volver al día siguiente con mis cinco duros para seis viajes.
En la plaza de la
churrería, una atracción que giraba y giraba, iba sentado en unos asientos
circulares, para un grupo, del techo colgaba una pera de boxeo que debía golpear al paso, los caballitos o tio vivo. Todo era novedad, todo era
experimentación, de los estudios aún no me había enterado de nada, no tenía
tiempo.
Soñador, inquieto,
observador, titiritero, iluso, admirador de lo último, con todos esos
adjetivos, ya podéis imaginar que en esos días no había ni un momento de
descanso, De día ocupado en descubrir todo lo que se me iba ofreciendo al paso,
de noche soñando nuevos descubrimientos y tratando de imaginar lo que me
esperaba después de despertar.
Había niños que
lloraban la añoranza de sus padres, de sus casas. Yo no tenía tiempo ni ganas,
era tanto lo que se me presentaba de nuevo que solo había lugar para la
sorpresa y la ilusión.
Por las tardes en el
instituto, antes de regresar al colegio, teníamos estudio, hora y media o dos
horas, no recuerdo exactamente.
Allí me encuentro yo
haciendo las tareas, nunca he hecho de más, pero aquellos días menos, recién
empezados aún no habíamos cogido carrerilla, en diez minutos terminaba, porque lo
que se dice estudiar, nada de nada.
Necesitaba todo el
tiempo para pensar, para soñar despierto, para saborear todo lo que me pasaba aquellos
días y hacer quimeras para los siguientes, aunque luego ninguna se cumpliera,
pero era igual, a la noche siguiente volvería a fantasear con nuevos días
llenos de maravillas.
Había guardado todo,
libros, libretas, bolígrafos… todo. Estaba con las manos y la cara apoyados en
la cartera, los ojos medio cerrados, nada difícil en mí, muchos me decían
“japonesito” y, ¡ale!, a divagar.
En esto aparece el
director por la puerta, con cara muy seria me dice:
-Alfonsito
es que te crees que porque aquí no está la mamá nadie te vigila. Saca los
libros y ponte a estudiar.
Se rompió todo el
encanto, era el más pequeño y me trataban como tal, siempre he sido el más
pequeño por donde he llegado. Aquel día aprendí a disimular con el libro y la
libreta abiertos.
Me imagino los ojos muy abiertos de un niño de pueblo pequeño ante unas atracciones nunca vistas por él...I las dudas de los primeros días, però seguro que una vez acostumbrado no habrías querido bajarte. Por cierto, una cartera muy chula, la tuya!
ResponderEliminarPetonets, Alfonso.
Muy pocas cosas encontraremos como los ojos ávidos de un niño ilusionado con lo que ve. Claro la desilusión vino cuando se acabó la veria y desaparecieron los cochecicos, ya que los iba manejando mejor, se van. Hasta el año siguiente que no volverían, ¡vaya trastada!
EliminarGracies y petonets M. Roser