miércoles, 17 de mayo de 2023

LOS MAYORES

 

El recuerdo y la memoria parecen cualidades inherentes a las personas. Los recuerdos te marcan la vida y la memoria es una sima que de tanto en tanto se rebosa y entonces tu mente se ve poseída de presencias.

Desde que nacemos nos vamos atiborrando de esas nostalgias, algunas quedan almacenadas y tranquilas reposando en la inconsciencia. Hay otras que adquieren una condición de imagen viva y las tenemos presentes a cada instante, una muerte, una desgracia, cualquier accidente te puede condicionar tanto que solo necesitas una pequeña señal para que se apodere de ti como si en ese momento estuviera pasando la acción en concreto.

Nuestros recuerdos son seleccionados con automatismos evidentes y nos marcan, sin saberlo, para la vida. Así huyo de los perros, de las personas embriagadas, de todo lo que me transmita peligro de lesión, de las peleas, de los valientes, de los atrevidos, de los descarados, de los extrovertidos, de los entrometidos, de las preguntas… en cada uno de esos casos hay recuerdos concretos que me han creado mecanismos naturales de defensa.

Todo empieza en el pueblo, el lugar a donde siempre regresas, donde nos protege la fuerza de la historia. Esa fuerza no evita que siempre me atraiga lo nuevo, lo novedoso, nuevas relaciones, conocencias, claro que siempre dentro de la dinámica de una aldea quizás porque necesite la relación con personas de nombre y apellidos. Relación que, en mi caso, se hace especial con los mayores.


En el campo, en las labores agrícolas, en la calle, en los bares, en los corrillos, en las plazas, en la puerta de la iglesia, cualquier lugar era idóneo para escuchar a tus mayores.  Eran otros tiempos donde la gran riqueza humana era la relación, el roce con los vecinos, la conversación, los amigos, el respeto y admiración a los mayores.


La relación con las mujeres era más de casa, sobre todo a partir de las madres y las abuelas. Las frías noches de invierno delante de la chimenea o alrededor de la estufa, las vecinas que se reunían y hablaban de familias, de otros tiempos y en las eternas noches de preparación de la matanza, en  mi casa se liaba una algarabía que me encantaba. Puedo decir que eran momentos, para mí, de gran felicidad.

Desde pequeño me atraían, escuchando sus relatos buscaba su saber, gozaba de las experiencias que transmitían, observaba su presencia, su comportamiento. Constituían un pozo de sabiduría donde poder saciar mi sed cultural.

¿Y ahora que yo soy el mayor qué? Pues sigo buscando a los mayores, pero también me emociono cuando percibo el interés de los jóvenes por aquello que transmito.

No hace mucho enseñé mi casa de Topares a unos amigos, entre ellos iba un niño de diez-once años. Su atención a lo que iba explicando era total. Al acabar, con disimulo y timidez se me acercó. Suavemente me dijo que le había encantado mi discurso y que de mayor le gustaría hacerlo igual.

Me quedé maravillado de su detalle y mi ser se llenó de satisfacción. Inmediatamente me di cuenta que me había dicho aquello que a mí me hubiera gustado decirles a muchos mayores y que no les dije por no saber o no haber estado a la altura del momento. A él gracias, pues también fue una gran lección.

Topares ha sido, es, mi libertad y sus mayores, en el tiempo, han sido mis maestros. Hoy día, yo, también me gustaría serlo para los jóvenes actuales y que sepáis que solo es agradecimiento infinito si en algún instante se me escapa un suspiro profundo y de mi interior sale un Topares callado, emotivo y melancólico.

 

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