El recuerdo y la memoria parecen
cualidades inherentes a las personas. Los recuerdos te marcan la vida y la
memoria es una sima que de tanto en tanto se rebosa y entonces tu mente se ve
poseída de presencias.
Desde que nacemos nos vamos atiborrando
de esas nostalgias, algunas quedan almacenadas y tranquilas reposando en la inconsciencia.
Hay otras que adquieren una condición de imagen viva y las tenemos presentes a
cada instante, una muerte, una desgracia, cualquier accidente te puede condicionar
tanto que solo necesitas una pequeña señal para que se apodere de ti como si en
ese momento estuviera pasando la acción en concreto.
Nuestros recuerdos son seleccionados
con automatismos evidentes y nos marcan, sin saberlo, para la vida. Así huyo de
los perros, de las personas embriagadas, de todo lo que me transmita peligro de
lesión, de las peleas, de los valientes, de los atrevidos, de los descarados,
de los extrovertidos, de los entrometidos, de las preguntas… en cada uno de
esos casos hay recuerdos concretos que me han creado mecanismos naturales de
defensa.
Todo empieza en el pueblo, el
lugar a donde siempre regresas, donde nos protege la fuerza de la historia. Esa
fuerza no evita que siempre me atraiga lo nuevo, lo novedoso, nuevas relaciones,
conocencias, claro que siempre dentro de la dinámica de una aldea quizás porque
necesite la relación con personas de nombre y apellidos. Relación que, en mi
caso, se hace especial con los mayores.
Desde pequeño me atraían,
escuchando sus relatos buscaba su saber, gozaba de las experiencias que
transmitían, observaba su presencia, su comportamiento. Constituían un pozo de
sabiduría donde poder saciar mi sed cultural.
¿Y ahora que yo soy el mayor qué?
Pues sigo buscando a los mayores, pero también me emociono cuando percibo el
interés de los jóvenes por aquello que transmito.
No hace mucho enseñé mi casa de
Topares a unos amigos, entre ellos iba un niño de diez-once años. Su atención a
lo que iba explicando era total. Al acabar, con disimulo y timidez se me
acercó. Suavemente me dijo que le había encantado mi discurso y que de mayor le
gustaría hacerlo igual.
Me quedé maravillado de su
detalle y mi ser se llenó de satisfacción. Inmediatamente me di cuenta que me
había dicho aquello que a mí me hubiera gustado decirles a muchos mayores y que
no les dije por no saber o no haber estado a la altura del momento. A él
gracias, pues también fue una gran lección.
Topares ha sido, es, mi libertad
y sus mayores, en el tiempo, han sido mis maestros. Hoy día, yo, también me
gustaría serlo para los jóvenes actuales y que sepáis que solo es
agradecimiento infinito si en algún instante se me escapa un suspiro profundo y
de mi interior sale un Topares callado, emotivo y melancólico.