domingo, 29 de octubre de 2017

PRIMEROS DÍAS (1)

Pasado el tiempo, aquel lunes primero, para cada uno de nosotros, los nuevos, fue un despertar distinto. Para empezar, hacerlo al sonido de la música o el silbato, nunca con la delicadeza de la madre.
Descubres que has compartido la noche con muchos semejantes, abrir los ojos y encontrarte a otros que te miran, las palabras iniciales dirigidas o que te dirigen, agradables o cariñosas, si no vienen de aquellos que, siempre están por hacer la puñeta. Tu desnudez y la ajena, compartir el momento de llevar a cabo las necesidades fisiológicas, las colas para el aseo, las bromas groseras de los graciosos de turno...
Yo que siempre he tenido tendencia a la independencia y la soledad deseada, que nunca he llevado bien que las demás personas me agobien, en esos primeros días, a veces, la multitud me oprime y me desborda, siendo lo más acuciante aprender a competir. No tanto en el sentido de competición, de ser mejor que otro, más bien en la costumbre de contar solo tú. Ahora ya no eres el único, tú prioridad acaba donde empieza la de los otros, tienes que guardad un orden hasta que te corresponda, en la comida no tienes por qué ser el primero, ni a la hora de lavarte, lo que necesites puede estar siendo utilizado por otro, en resumidas cuentas, tienes que compartir muchas cosas que no estás acostumbrado, ya no eres el centro.
El instituto José Marín, al fondo el Maimón, referente y guardián de Vélesz Rubio
Dentro de mi aparente cachaza escondo una intranquilidad nerviosa. No puedo llegar con el tiempo justo, cuando tiene que pasar algún acontecimiento no soporto la espera. Siento la presión del miedo a llegar tarde, que no me dé tiempo a lavarme, que sea el último, perderme, a que no me guste la comida, son días de una tensión constante en los   que no tengo un momento de relajación.
Por otra parte, soy novedoso, disfruto con cada experiencia nueva. En mis años de maestro ha sido una delicia cada vez que he tenido que cambiar de pueblo o colegio, aunque después haya sido un desastre, pero el primer momento siempre lo he disfrutado. Hablo del año 1965, prácticamente no he salido de Topares, nunca solo, ahora se me presentan delante de mí toda una serie de experiencias novedosas.
Algo tan sencillo como un cartucho de pipas, se podrían tratar de las primeras que comiera, los churros y las patatas chips de la churrería de Bernardo, el ir y venir solo del instituto al colegio y viceversa,  vestirme solo,  ponerme lo que yo quisiera; no lo que me dejara en la silla la madre, un simple polo de helado, conocía el “chambi”, habituado a la singularidad de las caras en Topares; verme rodeado de la pluralidad de las mismas en el colegio y no siempre conocidas, los veteranos, tener que lidiar con ellos, había agradables que te ayudaban, pero otros  se reían de ti y probaban a hacerte la puñeta. Las comidas, ¡ay las comidas! Recuerdo perfectamente la primera vez que pusieron arroz a la cubana. Era para cenar, yo me sentaba al hilo con el director, más de una vez me decía, desde su mesa:
          -Alfonsito hay que comérselo todo.
A veces con un poco de humor, pero otras con cara muy seria. Ante mí una montaña de fuego, de un rojo que lo cubría todo y que yo ignoraba que había dentro, estábamos mano a mano, el arroz y yo. Miraba a la mesa de los curas, miraba la montaña misteriosa, me miraba a mí y no sabía cómo salir de aquella amenaza, ¡vete a saber tú que había debajo de aquella pátina roja!
Un torno de convento, Su obscuridad profunda  representaba lo tétrico del convento.
Me decido a atacarle con el tenedor, llenándome de valor procede a la acción, entonces descubro que dentro hay un arroz blanco, ¡blanco!, ¿cuándo el arroz ha sido blanco? Amarillo de toda la vida. Ya era el colmo, tampoco adivinaba que era aquel rojo intenso. Lo pasé fatal, solo recuerdo la angustia, no sé si tuve que probar alguna cucharada, solo que en algún momento me deshice de aquel tormento.
Los primeros días se veía de todo. Unos hermanos que cada dos por tres te los encontrabas llorando. Por la noche, en la mitad de la misma, alguien llamaba a su madre. Más de uno, sin poder aguantar la tensión mojaba la cama. Eran días que se veía en las caras mucha tristeza.
Mi estado era de ensimismamiento, admirado de todo lo que se presentaba a lo largo del día, no tenía tiempo de pararme ni de asimilarlo todo.
Lo único que me amargaba eran las comidas, eran horribles. Ese primer año fue horroroso. La hacían las monjas, nos llegaba a través de un torno que había en la pared de la izquierda. El crujir del mismo y ese aire tenebroso ya te predisponían a rechazarla, Muchas comidas nuevas para mí, nuevos productos que en Topares no se veían, mal cocinados, huevos fritos que parecían tortillas, café con leche que sabía a agua sucia, pan duro, de un día para el otro, chocolate que parecía más tierra que otra cosa, macarrones que se hacían una bola en la boca que no se podía tragar…
Podría seguir enumerando, los años siguientes, sin ser para tirar cohetes, la cuestión mejoró mucho. El personal de la cocina ya era, digamos civil, con una cocinera de Tíjola y una encargada general, Anica, de la que tendremos que hablar en alguna ocasión.

Cuando empiezas a escribir es difícil parar, por eso la necesidad de partir las entradas.

domingo, 22 de octubre de 2017

Mi primer día en el Cristo Rey

Los maestros y maestras de nuestros pueblos, en muchas ocasiones, fueron los que nos pusieron a estudiar a muchos de nosotros. Aún no había cumplido los diez años y mi maestro, Don Daniel, se empeñó en que me presentara a beca, como se decía entonces. Mi padre no estaba convencido, le parecía que era muy pequeño y que no me podría manejar solo, en el colegio.
Por suerte al final ganó el maestro y a eso de finales de mayo o principios de junio voy a Vélez Rubio a examinarme para beca, que servía, a la vez, de ingreso y para costear el colegio. Admirador natural de las situaciones nuevas, para mí constituyó un acontecimiento extraordinario. Habituado a la singularidad de Topares, verme allí sentado en una mesa, en un pasillo que me parecía infinito, serias personas mayores paseando por entre nosotros para que nadie copiara, a todo eso no sabía ni que era copiar, puede que se tratara del primer examen que hacía y, además, rodeado de montones y montones de niños como yo, únicamente se parecía al pueblo en que exclusivamente había niños.
Recién cumplidos los diez años el maestro me dice que he aprobado, desde ese momento estaba desando de que llegara el día de marcharme a Vélez Rubio. Creo que la beca eran 10.000 pesetas y el colegio costaba sobre 9.000, para mí lo importante es que me iba fuera y ¡solo!, ese cierto sentido de independencia siempre me ha acompañado en la vida.
Un domingo de principios de octubre fue el día ansiado, nos bajamos por la tarde para encontrarnos con una vorágine de niños y familias, los nuevos con las mismas caras o incluso más asustada que la mía, los grandes sin mirarnos ni siquiera, los más cercanos a nosotros que se consideraban veteranos, desafiantes, como diciendo: ¡Qué pequeños! ¡La que os espera!
El internado se encontraba detrás de las monjas, en un camino de tierra hacia la huerta, al empezar la calle que te llevaba al cuartel y al Cabecico, en la esquina había una especie de taberna, en la misma esquina de la calle con el camino una fuente en la que, muchas mañanas de invierno, teníamos que ir a lavarnos la cara porque en el colegio no había agua. Todo era observable, para dónde mirara se me presentaba algo nuevo y sobre todo nuevas caras. Los novatos quedaban reflejados a la distancia, llegábamos rodeados de toda la familia, en algunos casos hasta abuelos y tíos.
Entrábamos en un recibidor, que después adquiriría sentido, pues era donde aguardábamos hasta que se podía entrar al comedor. A la izquierda estaba el del Superior y las escaleras a los dormitorios. A la derecha el comedor, salón de estudios, sala de la televisión, todo era el mismo lugar, digo el del Elemental. Al entrar al mismo estábamos los de primero y la mesa de los sacerdotes, bajando un escalón, la sala grande, donde se sentaban por orden desde quinto hasta los de segundo al final.
Arriba el dormitorio, largo, nuevamente grandes extensiones estando hecho a lo inmediato del pueblo. Literas que solo conocía de oídas, de los soldados en la mili. Menos mal que me tocó abajo y me acudió la sensación de que a partir de ese momento tendría que dormir rodeado de otros niños. En la mitad a la izquierda de la sala, una habitación almacén donde se guardaban las maletas. Al fondo, también a la izquierda, los lavabos, escasos para tanta gente.
Después de un par de horas allí ya estaba medio mareado, cruzarme con mucha gente desconocida, padres y madres, alumnos, futuros compañeros, presentarme a los curas, a todo esto, era el más pequeño de todo el colegio. La primera vez que el maestro le habló a mi padre de presentarme a beca, la respuesta fue que era muy pequeño: “¡Si todavía no sabe vestirse solo!” Bastante años después, ya maestro actuante, el mismo maestro le contaba la anécdota a una compañera de la carrera, a lo que ella le respondió: “Pero es que ha aprendido ya”.


Aquí ya en tercero
Foto de Revista Velezana. nº 14

Puede que nosotros no quisiésemos que se fueran ya los padres, puede que los padres no tuvieran fuerzas para separase de nosotros, el caso es que ya instalados damos vueltas, arriba y abajo, en las inmediaciones del colegio. En eso estamos cuando descubro que “al laico” del colegio hay una pastelería, la pastelería Alcaraz, añorada y venerada en mi memoria. Solo quería que se fueran para meterme en ella y ponerme morado.
Al final marcharon y todavía quedaba tarde y tiempo hasta la cena. Mi padre me había dado 25 pesetas para pasar hasta navidad. En pasteles me gasté 10 pesetas, descubrí unos cuernos de merengue tan sabrosos que no he vuelto a probarlos iguales. Es fácil ajustar las cuentas, valían 2’50 y me gasté 10 pesetas, la cena por supuesto estaba de más, seguro que no valía la pena.
Al hilo de los cuernos, una tarde de invierno unos alumnos mayores se apostaron que uno no era capaz o sí de comerse 30 cuernos de merengue. En la pastelería no pudieron terminar la faena y se trasladaron al comedor. El director, D. Pedro, tenía fama de que lo controlaba todo, la apuesta parece que también y, le pidió al apostante que bendijera la mesa. No pudo terminar, en los urinarios que estaban fuera en la calle, quedó la marca, todo el suelo parecía una nevada pareja, un océano blanquecino de merengue se extendía por toda la superficie.
Para terminar la noche, el director anuncia que para prevenir los robos se le puede entregar a otro sacerdote el dinero que quiera que le guarde y éste se lo irá entregando como le hiciese falta. Ahí me tienes a mí, todo ufano a depositar mi capital. Nada más llegar solté mis duros en la mesa tal cual el valiente del oeste lanzaba la moneda para pagar el gïisqui:
          -Cura.- ¿Alfonsito qué me traes?
-Yo.-     Los tres duros que me han quedado de lo que me ha dado mi padre.
En mi inconsciente navega la idea de que al final del trimestre le debía yo un duro. Así fue mi inicio en el colegio


martes, 17 de octubre de 2017

sentimiento topareño



 

En el estado español, el verbo pertenecer, reina olímpicamente. Pertenecemos a tal familia, a tal ayuntamiento, provincia, país… y pertenecer según el diccionario de la RAE dice que es: “Tocar a uno o ser propio de él una cosa, o serle debida”.
La definición conlleva propiedad y por eso nadie debe pertenecer a nadie, todo ser, todo lugar tiene que pertenecer a sí mismo y solo a sí mismo. Solo estamos dentro o formamos parten de un todo más amplio, nunca pertenecer.

Así no tendré ningún reparo en señalar, por verdadero, que Topares está dentro o forma parte de Vélez Blanco, pero no que pertenezca a.
La reflexión la podemos extender a todas las relaciones que se puedan dar a lo largo del territorio, pues de lo contrario, a veces, podemos pensar en una relación de vasallaje.
Sería de tontos no ver la inviabilidad de un Topares como municipio, sería de necios pensar que con su población actual se pudiera ofrecer todos los servicios que se tienen que cubrir desde un ayuntamiento.

Ahora bien, nada es óbice para poder pensar, sentir en todo mi ser que Topares es grande, a emocionarme con la importancia que adquiere para mí, a llenarme de su aire, a querer ver la majestuosidad de su sencilla presencia.
Me tienen que dejar creer que he nacido en un lugar maravilloso, no más que cualquier otro, pero ni una milésima menos. Tanto me da que para existir tenga que formar parte de uno ajeno, siempre que pueda sentirlo como el centro y la razón de mi vida.

Quiero tener la certeza de que ser de Topares tiene sentido por sí mismo, sin más adjetivos ni calificativos, sin más pertenencias, sin más añadidos. Por sí solo es el núcleo y la condición que marca mi existencia como persona.

No me importa que los demás lo vean como un pueblo pequeñito, perdido en la lejanía, sin apenas historia, sin obras de arte ni monumentos, sin semáforos ni avenidas, sin… hay tantos sin, es igual, para vosotros lo que queráis, pero dejar que, para mí, al menos, sea mi tierra soñada.
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