Fotografía de J. Angel Castaño |
Me sitúo en el inicio de la
década de los sesenta, cuando se desarrollaba mi infancia. Me hallo en un
pequeño pueblo alejado de las grandes ciudades, Topares, donde las cosas
siempre llegaban después, mucho después.
Soy un infante que tiene todo un universo
a su disposición para el juego, cuando el juguete no ha adquirido sentido
propio, solo supeditado a ser herramienta del esparcimiento. Cuando los reyes
magos llegaban a un pueblo tan lejano, ya sin juguetes, pues lo habían ido dejando
en las otras localidades. Solo les quedaban: naranjas, mantecados, algún
calcetín y a veces unas zapatillas o cualquier jersey.
Pero parece que también nos
portaban ilusiones para seguir jugando, espacios infinitos para desarrollarlos,
sin más límites que la llegada de la noche, ni más inconvenientes que alguna
lluvia inoportuna o algunos copos de nieve resplandecientes.
Pero las lluvias nos traían charcos y era el momento de fabricarnos unos zancos con dos botes de leche: dos agujeros en la tapa, y dos cuerdas y ya tenías el juguete para poder chapotear en el agua. Aún recuerdo, como si fuera ahora mismo, el día que vino algún muchacho de fuera, cuando se formaron los charcos salió con sus botas de goma, “katiuskas”, les llamábamos. Se puso a juguetear pisando en el agua y todo un coro de niños asombrados de lo que veían no lograban apartar sus ojos de aquellas botas mágicas. Al menos yo, cuando llegué a casa, pataleaba llorando pidiendo que me compraran unas “katiuskas”.
Desde las casas había una orden
clara; cuando dieran la luz del molino a recogerse. Tu suspirabas porque la luz
fuese tenue y amagara algún destrozo de la ropa o la suciedad adquirida de
jugar toda la tarde a las bolas, algunos con suerte podían tener bolillos de
los cojinetes de los coches. De canicas nada, en aquellos años en Topares
jugábamos en blanco y negro, el color todavía no había llegado.
Según te tocara tenías que ayudar a que la bola corriese o a que la bola frenase, el primero que dijera “sucio” o “limpio” se afanaba para conseguir su propósito. Así limpiabas el suelo de tierra hasta que pareciera una patena o aporcabas tierra al camino de la bola o el bolillo hasta que dificultabas su marcha. Manos y ropas entraban en un contacto continuo con la tierra, hasta llegar a tu casa como un eccehomo de suciedad y procurando que la madre no se diera cuenta del estropicio.
Según te tocara tenías que ayudar a que la bola corriese o a que la bola frenase, el primero que dijera “sucio” o “limpio” se afanaba para conseguir su propósito. Así limpiabas el suelo de tierra hasta que pareciera una patena o aporcabas tierra al camino de la bola o el bolillo hasta que dificultabas su marcha. Manos y ropas entraban en un contacto continuo con la tierra, hasta llegar a tu casa como un eccehomo de suciedad y procurando que la madre no se diera cuenta del estropicio.
Claro que no todos los días la
tarde era tan rastrera. Igual habías cogido tu aro, que muchas veces, casi
siempre, llamábamos “rulo”, y con algún amigo transitabas por caminos y veredas
de tierra y piedras y acostabas en las curvas el aro soñando que eras un piloto
de carreras o sorteabas obstáculos como contaban que tenías que hacer para
sacarte el carnet de la moto. Solo se trataba de hacer confluir la actividad
con la imaginación para crearte un mundo mágico de ilusiones.
En los soleados recreos
primaverales de la escuela podías jugar a bailar el trompo, en otros sitios
peonza. Ver cual duraba más, intentar cogerlo con la cuerda, bailarlo en la
mano, lanzarlo de un lugar a otro y que siguiera danzando, todos juegos de
habilidad que cuando conseguías te inflabas de orgullo y pasabas la vista sobre
tus adversarios reclamando tu superioridad. Cada vez que conseguías un éxito en
el juego te hacía sentir un poco más mayor y el tiempo avanzaba hacia otros
juegos que te configurarían otros tiempos.
En algún momento, tu padre, tu
abuelo, el hermano mayor te harían un tirachinas, de madera o de alambre
fortalecido y gomas de ruedas que fueran fuertes. Poco a poco irías aprendiendo
a lanzar piedras con más fuerza y con más tino, probando a abatir algún
pajarillo instalado en la copa de algún árbol no muy alto. Para llegar al árbol
de la iglesia, eterno, su copa alzada hacia el firmamento y vigilando por si
por el callejón que sube del caño aparecía el cura y te requisaba el
tirachinas, con la argumentación de que las piedras caían sobre el tejado de la
iglesia y se rompían las tejas.
Con la llegada de la semana
santa, el domingo de ramos en la procesión se portaban palmeras y con sus hojas
confeccionaban pirámides y lagartos. A los pequeños nos la iniciaban los
mayores, a veces el resultado era más bien un churro, pero en nuestros pocos
años quedábamos contentísimos. Sobre todo, el juego consistía en que nosotros,
inocentes, engañábamos a algún mayor para que metiera un de do en la boca del
lagarto. Con la elasticidad de la palma, cuando más tirábamos de la cola para
sacarle el dedo, las hojas más se cerraban sobre el índice normalmente.
Nosotros reíamos, y los mayores también de ver las monerías del pequeño.
Fotografía de J. Angel Castaño |
Todo eran ilusiones infantiles que llenaban nuestras cabezas de imaginación y que si queréis podéis evocarlas visitando la exposición "Así Jugábamos" en el Museo Comarcal Miguel Guirao de Velez Rubio
Me encanta este post, que recuerdos tan bonitos Alfonso...Aunque mi infància fueron más bien los 50, los juegos veo que eran los mismos. Fíjate que yo nunca tuva una muñeca tan bonita!!! Las mías eran de carton o de plàstico y yo les hacia los vestiditos...
ResponderEliminarTambién jugué a las bolas aunque fueren en blanco y negro , o de barro y los cojinetes de los coches eran todo un trofeo, el aro, la peonza, los tirachinas, (un lujo hacer enfadar a los mayores)...
Y esta especie de patinete con cuerdas como volante y frenos de suelas de alpargata...Sinó tníamos juguetes nos los fabricábamos, porque nuestra imaginación no tenia límites!
A pesar de vivir en pueblos agunos muy pequeños, los Reyes siempre dejavan alguna cosita, aunque fuera una pelota de trapo( o de persiglás) cualquier cosa nos hacía felices i es que donde se ponga un pueblo pequeño con mucho espacio para jugar!!!
Buenas noches Alfonso.
Gracias M. Roser. Me parece que por otro lado ya comentaba que pensaba que hemos tenido suerte en la época que hemos vivido, pues hemos conocido los dos mundos. El de nuestra infancia y juventud y ahora, aunque ya con años, este tan moderno y tan veloz y, como muchos, no me escondo de decir que añoro un poco aquel mundo, sencillo pero muy humano.
ResponderEliminarBona nit M. Roser
Molt ben narrada l'ació en els jocs senzills de la infantesa. Dius en blanc i negre, però els de colors també eren pàl·lids, sense pantalles ni pantalletes i amb la mísera llum de postguerra. Però per a nosaltres van ser únics. Ens sentíem protegits i ara, de grans, trobem que aquesta protecció ens falta.
ResponderEliminarQue tinguis un any còmode i amable.
Olga X.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
EliminarGracias Olga. Creo que a pesar de todas las dificultades que había en aquellos años, la infancia era feliz y los juegos estaban dominados por la imaginación, desarrollados en la mayoría de los casos dentro del grupo. En toda esa relación se fundamentaba una sociedad adulta más equilibrada y participativa.
EliminarRecuerdo todos esos juegos que eran más propios de mi hermano y sus amigos, Nosotras jugábamos con piedras o cualquier trozo de algo roto que encontrábamos por la calle. Nos montamos nuestras mini-tiendas dónde así eras la propietaria como poco después la clienta. También jugábamos a cocinitas con las mismas cosas, ya nos servía la imaginación para cambiarles el tamaño, el color o la función.
ResponderEliminarUn poquito más mayores nos alistaban los chicos para pasar de porteros en sus partidos de fútbol. Saltábamos a la comba con cualquier trozo de cuerda o, con mucha suerte, podíamos jugar en la fábrica de zapatos de una de mis amigas, los fines de setmana, cuando no estaban trabajando. Las muñecas eran rígidas, pero éramos capaces de darles vida...
Teníamos toda la imaginación del mundo y no necesitábamos mucho más.
Gracias por los buenos recuerdos que has compartido, leyéndote he regresado a los míos.
Bessets i bona nit, Alfons.
Gracias Sa Lluna. Creo, que nuestra infancia, a pesar de las limitaciones, en general, fue muy feliz. Una curiosidad, al menos en mi caso, los juegos eran niños por un lado y niñas por otro. Pero cuando estabas enfermo la hermana tenía la obligación de compartir el juego contigo, o si era al revés lo mismo. Dificilmente se contemplaba el juego como una actividad solitaria, siempre era participativo.
EliminarBessets Paula i bona nit.
Hola Alfonso! Cuántos recuerdos entrañables! Ésto de que los Reyes ya habían acabado los juguetes cuando llegaban al pueblo es duro, eh? Pero seguro que se llevaba bién. Todos los juguetes que os apañábais colmaban las ánsias de jugar y más porque desvelaban la imaginación. Ahora la imaginación tiene el reto de llegar a saber como se monta el juguete - o los cinco juguetes- que le han traído al niño, y muchas veces cuando está montado enseguida se le acaba la utilidad, porque solo tiene una.
ResponderEliminarLo que dices de ensuciarse. A veces cuando veo los anuncios de detergentes para sacar las super-manchas de la ropa de los niños, pienso que estos niños tan urbanos que salen, poca oportunidad tendrán de ensuciarse. Aunque esas manchas son de aupa y no como el polvo o el barro que traíamos nosotros.
Gracias Teresa. Aquellos eran años en los que todavía no se había desarrollado el consumismo, el tener más que nadie y quizás los cariños se demostraban de otra forma, no comprando todo lo que quisiera el niño. Eso nos llevaba también a valorar lo que se tenía y, como dices, a explotar nuestra imaginación y a darle vida a un monton de cosas, Una lata de sardinas podía ser un coche, un palo se convertía en un caballo, con un delantal se hacía una capa...y, siempre, jugando con los demás, el juego estaba en la calle con los demás niños, al menos en el pueblo. Ay, qué tiempos!
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